Inauguración sábado 24 de mayo 19:00
Fray Justo Santamaría de Oro 2178
Texto de M.S. Dansey
“De la noche hizo su reino. Una noche interior: una casa humilde y cerrada donde hay un cuerpo humano iluminado parcialmente por una pequeña fuente de luz. He ahí la unidad de la Epifanía: la noche, el resplandor, .el silencio, la casa cerrada, el cuerpo humano”
Extraído de Georges de la Tour, de Pascal Quignard (capitulo II)
Como se ha dicho tantas veces existen dos razones para la creación de obras de arte: unas se hacen para que existan, otras para ser mostradas. No volvamos a la cueva de Altamira, a donde no llegaba nadie más que el artista y la obra valía per se. Pero reconozcamos que de esa dualidad intrínseca a toda obra de arte clásico: el valor ritual y el valor de exhibición, del Renacimiento a esta parte es este último el que ha tenido mayor relevancia; porque aunque sería un pecado restarle importancia al rito sagrado de la intimidad del taller, eso que llamamos sistema del arte se ha articulado en torno a la vocación pública de la producción.
Así, el cubo blanco terminó siendo la gran obra de nuestro tiempo. Si el medio es el mensaje ya no importa qué cosa aparezca bajo el spot –¿Acaso faltó algo?– lo que importa es el andamiaje del sistema de legitimación que ahora, puesto en evidencia, empieza a temblar. Salirse de ese supuesto es lo primero que distingue a las obras instaladas en este departamento de la calle Oro. Que, a decir verdad, no son obras que estén negadas, pero tampoco le deben nada a nadie. Son piezas autónomas –siempre que no se corte la luz–.
No es casual que este espacio haya sido alguna vez un hogar, un constructo diseñado para proteger a sus habitantes de la intemperie climática y social, y que hoy abandonado, en plena crisis de valores, sea tomado por estas obras que si bien no están para ser vistas –al menos por una multitud– dejan la puerta entreabierta para el que quiera ver.
Obras, entonces, que cobran sentido en la relación del artista consigo mismo o si se quiere con lo absoluto; como ídolos bíblicos, como amuletos tribales que vienen a aliviar el peso que gravita en el corazón del artista; que vienen a relevarlo de la fatalidad. Obras crepusculares, nacidas en las condiciones extremas de lo profundo que, como los peces abisales, generan su propia luz. No vamos a anunciar ningún apocalipsis. Dudo que algo vaya a terminarse. Pero creo que es hora de cambiar el modo: On/Off.
Todo esto me recuerda al célebre “Elogio de la sombra”, de Tanizaki, ese libro tan exquisito como incorrecto que nos ha legado Borges. En su afán de explicar el valor de la sombra sobre la claridad, el ensayista japonés explica como sus compatriotas hicieron de una carencia, una virtud. Si las damas asiáticas no eran tan blancas como les habría gustado, mucho menos al lado de una mujer occidental, su estrategia estética fue sumergirse en la penumbra de las últimas habitaciones de la casa, sin ventanas ni más luz que una vela; se cubrieron los cuerpos con largos y densos ropajes igualmente oscuros de tal modo que solo quedó a la vista los rostros y las manos, e incluso tiñeron de oscuro su pelo naturalmente oscuro, igual que las uñas y los dientes para que finalmente su piel resplandeciera, blanca y pura por oposición, en la oscuridad total. “En aquellos edificios, a cualquier hora flotaba una estancada oscuridad, similar a una bruma impenetrable. Y nuestras gentiles damas chapoteaban en ese caldo espeso y negro en el que estaban hundidas hasta el cuello”, cuenta el escritor.
La pregunta es, entonces, ¿será este argumento una manera de quitarle su mérito real a cada una de estas obras? No señor, de ninguna manera. El gran mérito de todas y cada una de ellas es su propia existencia. Acá están.
Extraído de Georges de la Tour, de Pascal Quignard (capitulo II)
Como se ha dicho tantas veces existen dos razones para la creación de obras de arte: unas se hacen para que existan, otras para ser mostradas. No volvamos a la cueva de Altamira, a donde no llegaba nadie más que el artista y la obra valía per se. Pero reconozcamos que de esa dualidad intrínseca a toda obra de arte clásico: el valor ritual y el valor de exhibición, del Renacimiento a esta parte es este último el que ha tenido mayor relevancia; porque aunque sería un pecado restarle importancia al rito sagrado de la intimidad del taller, eso que llamamos sistema del arte se ha articulado en torno a la vocación pública de la producción.
Así, el cubo blanco terminó siendo la gran obra de nuestro tiempo. Si el medio es el mensaje ya no importa qué cosa aparezca bajo el spot –¿Acaso faltó algo?– lo que importa es el andamiaje del sistema de legitimación que ahora, puesto en evidencia, empieza a temblar. Salirse de ese supuesto es lo primero que distingue a las obras instaladas en este departamento de la calle Oro. Que, a decir verdad, no son obras que estén negadas, pero tampoco le deben nada a nadie. Son piezas autónomas –siempre que no se corte la luz–.
No es casual que este espacio haya sido alguna vez un hogar, un constructo diseñado para proteger a sus habitantes de la intemperie climática y social, y que hoy abandonado, en plena crisis de valores, sea tomado por estas obras que si bien no están para ser vistas –al menos por una multitud– dejan la puerta entreabierta para el que quiera ver.
Obras, entonces, que cobran sentido en la relación del artista consigo mismo o si se quiere con lo absoluto; como ídolos bíblicos, como amuletos tribales que vienen a aliviar el peso que gravita en el corazón del artista; que vienen a relevarlo de la fatalidad. Obras crepusculares, nacidas en las condiciones extremas de lo profundo que, como los peces abisales, generan su propia luz. No vamos a anunciar ningún apocalipsis. Dudo que algo vaya a terminarse. Pero creo que es hora de cambiar el modo: On/Off.
Todo esto me recuerda al célebre “Elogio de la sombra”, de Tanizaki, ese libro tan exquisito como incorrecto que nos ha legado Borges. En su afán de explicar el valor de la sombra sobre la claridad, el ensayista japonés explica como sus compatriotas hicieron de una carencia, una virtud. Si las damas asiáticas no eran tan blancas como les habría gustado, mucho menos al lado de una mujer occidental, su estrategia estética fue sumergirse en la penumbra de las últimas habitaciones de la casa, sin ventanas ni más luz que una vela; se cubrieron los cuerpos con largos y densos ropajes igualmente oscuros de tal modo que solo quedó a la vista los rostros y las manos, e incluso tiñeron de oscuro su pelo naturalmente oscuro, igual que las uñas y los dientes para que finalmente su piel resplandeciera, blanca y pura por oposición, en la oscuridad total. “En aquellos edificios, a cualquier hora flotaba una estancada oscuridad, similar a una bruma impenetrable. Y nuestras gentiles damas chapoteaban en ese caldo espeso y negro en el que estaban hundidas hasta el cuello”, cuenta el escritor.
La pregunta es, entonces, ¿será este argumento una manera de quitarle su mérito real a cada una de estas obras? No señor, de ninguna manera. El gran mérito de todas y cada una de ellas es su propia existencia. Acá están.