El hombre de la gasa negra


Dormir ocho horas por día, tomar dos litros de agua, ir seis veces por semana al gimnasio, lavar las manos cada vez que entro en casa, comer un vegetal crudo antes de cada comida, trabajar alternando (un día pinto o pego papeles, el siguiente es totalmente digital), vivir y hacer obra en una casa blanca, con sillas blancas, mesas blancas, lámparas blancas, platos, equipo de música, paredes, cama, cacerolas, todo, absolutamente todo en color blanco…

Un gusto por lo sofisticado y por lo extremadamente popular, donde se disfruta con la misma intensidad un libro de Dostoievsky y un programa de masas (digamos Gran Hermano), donde una silla de los Eames tiene el mismo valor que una baratija de Once, donde un cd de Miles Davis le pasa la posta a otro de Roberto Carlos en la carrera de emocionar.

En el reino de mis obsesiones se filtran de forma sistemática dos ejes con los que me reconozco en el acto de vivir: el miedo y el deseo. La mayoría de las veces llegan vistiendo las ropas del sexo y la religión.

Como artista me sitúo en el cruce que generan estos mundos: trabajo con la tensión entre el placer y la culpa.

Como quien reza el rosario una y otra vez, como quien descubre el paraíso en cada encuentro sexual, en mi producción de obra aparecen los trazos obsesivos con los que intento dominar mis miedos y deseos, aún sabiendo de lo inútil del intento. Siempre con la esperanza de que lo que hago me acerque al otro. 

Como puso Dostoievsky en boca de Pavlovitch (el hombre de la gasa negra): yo no puedo materialmente vivir sin un afecto, sin un ser al que adorar. Sí; adoraré, y seré salvado.
                                                                              
                                                                                         Daniel Juarez, ocubre del 2008